El tacto es un sentido clave para la vida humana y su carencia debilita el sistema inmunológico, además de influir en el ritmo cardíaco, la presión sanguínea y los niveles de hormonas del estrés y el amor
Cuando un bebé nace se recomienda recostarlo sobre el pecho y el abdomen de su madre: que el primer contacto en el mundo luego de la violencia del parto sea la piel de otro ser humano. Así el tacto es el primer sentido que comunica, el más primitivo y también el más elemental. La yema del dedo de un adulto tiene unos 100 receptores táctiles y en dos metros cuadrados de piel se acumulan cinco millones de estas terminaciones nerviosas, que sirven para interactuar con el entorno y aprenderlo. En el área del cerebro que procesa la información táctil —en sí una de las más grandes— los labios, los índices y los pulgares requieren un espacio importante.
¿Sería posible entonces que la falta de contacto físico que impone la pandemia del COVID-19 —no más abrazos, no más apretones de mano excepto entre personas que vivan juntas— pasara sin consecuencias?
Perder el contacto de la piel —al mismo tiempo que se pierden las rutinas, la exposición a la luz natural, la calidad del sueño y hasta el cálculo interno del tiempo— es probablemente una de las fuentes de trauma que hará del mundo por venir una experiencia difícil. También hace más dura la muerte de aquellos que sucumben al nuevo coronavirus, aislados para no contagiar, sin otra mano que los toque que la de los profesionales de la salud, siempre con guantes.
Para los que pasan la cuarentena solos la experiencia es particularmente agobiante, como para los niños que crecen sin caricias (tienen peor salud física y mental que los demás) o los detenidos en confinamiento solitario. El antropólogo Paul Byers estudió los efectos debilitantes del fenómeno que llamó “hambre de piel” en los ancianos, posiblemente el segmento de población menos tocado.